Educar es, sin duda, una de las tareas más complejas y desafiantes a las que se enfrentan madres y padres. Los niños no siempre lo ponen fácil. Seguro que muchas veces os gustaría que vuestros hijos obedecieran a la primera, que no protestaran, que no tuvieran rabietas ni cuestionaran vuestras decisiones. Pero la realidad es bien distinta. De hecho, que un niño desobedezca en determinados momentos, que se muestre retador o que tenga rabietas forma parte de su proceso evolutivo y de su aprendizaje emocional.
Aceptar que estas conductas son normales no significa tolerarlo todo sin intervenir, sino comprender que forman parte del desarrollo natural y que, en gran medida, será vuestra forma de gestionarlas la que determine si estos comportamientos aumentan o disminuyen con el tiempo.
Como este es un tema muy amplio, me gustaría centrarme hoy en un patrón que se repite con frecuencia en muchas familias: la dificultad para manejar la desobediencia de los hijos sin caer en gritos, insultos o incluso algún cachete.
En consulta lo veo a menudo. Padres y madres que, tras varios intentos de mantener la calma, acaban perdiendo el control ante lo que interpretan como una falta de respeto o un desafío. La frustración crece, los gritos aumentan, se dicen cosas hirientes y, en ocasiones, la situación termina con una bofetada o un empujón. Luego llega la culpa, el remordimiento, el miedo a haber causado un daño emocional irreparable.
Quiero dejar algo claro desde ya: por dar un cachete un día puntual, no se va a crear un trauma. No debemos exagerar ni entrar en pánico. Ahora bien, eso no quiere decir que sea una forma adecuada de educar. No lo es. Pero tampoco se trata de juzgar ni de culpar. Se trata de entender, aprender y buscar nuevas estrategias.
Vosotros sois los principales referentes de vuestros hijos. Lo he dicho muchas veces: sois su faro. Ellos aprenden de lo que ven mucho más que de lo que escuchan. No tiene sentido pedirles que no griten si en casa todo se resuelve a gritos. No podemos exigirles que no insulten cuando nosotros mismos lo hacemos al perder la paciencia. No es justo pedirles que no peguen cuando alguna vez han sentido que su madre o su padre han resuelto un conflicto con un azote. El ejemplo es la herramienta educativa más poderosa, para bien y para mal.
No olvidéis nunca que, aunque a veces no lo parezca, vuestros hijos os observan constantemente. Sois su mayor referente. Lo que hacéis, cómo reaccionáis ante los problemas, cómo habláis cuando estáis cansados o enfadados… ellos lo ven, lo asimilan y, sin darse cuenta, lo reproducen. Por eso, en situaciones tensas o de estrés, es clave mostrarles que se puede mantener la calma, que las emociones no nos controlan y que existen formas respetuosas de gestionarlas.
Antes de levantar la voz o enfadaros porque no obedecen a la primera, aseguraos primero de algo fundamental: ¿os han entendido? A menudo damos por sentado que sí, pero muchas veces los niños están distraídos, no han procesado bien la información o no comprenden lo que se espera de ellos, y por vergüenza no lo dicen.
Una buena manera de evitar malentendidos es hablarles de frente, con calma y contacto visual. Una vez explicado lo que tienen que hacer, no preguntéis simplemente “¿lo has entendido?”, porque lo más probable es que respondan que sí aunque no sea verdad. Pedidles mejor que os repitan con sus propias palabras lo que habéis dicho. De ese modo os aseguráis de que han captado el mensaje.
Si tras esto aparece la desobediencia, no hace falta entrar en el grito. Como ya sabéis, los gritos no solo no resuelven, sino que deterioran la relación y afectan a la autoestima de vuestros hijos. Lo que realmente necesitan es que haya límites claros, normas coherentes y consecuencias establecidas de antemano. No se trata de castigar por castigar, sino de enseñar que los actos tienen repercusiones.
Cuando haya una norma que no se está cumpliendo, evitad entrar en discusiones sin fin. No hace falta repetir mil veces lo mismo ni perder la paciencia. Informad con serenidad de lo que ocurrirá si no cambia su actitud y, si persiste en la desobediencia, aplicad la consecuencia sin alteraros. Cuanto más tranquilos estéis vosotros, más firme y clara será vuestra enseñanza.
Ahora bien, algo que no podemos perder de vista es el amor incondicional. Vuestros hijos necesitan sentir, incluso cuando se han equivocado, que siguen siendo queridos. Eso no quiere decir justificar sus acciones, sino corregir el comportamiento sin atacar su identidad. “Lo que hiciste no estuvo bien, pero sigues siendo importante para mí” es un mensaje poderoso que les enseña a responsabilizarse sin sentirse rechazados.
Por eso, los momentos más difíciles son, paradójicamente, los más valiosos. Es justo cuando vuestro hijo os pone a prueba cuando más necesita ver en vosotros autocontrol, calma y seguridad. En lugar de responder con impulsos, convertíos en esa ancla que le muestra que las emociones no deben dominar nuestras acciones.
Sé que no siempre es fácil. Educar desde la calma requiere práctica, y muchas veces los hijos nos llevan al límite. Pero, como suelo recordar a las familias, no hace falta intervenir ante cada mínimo desafío. Elegid vuestras batallas. Hay ocasiones en las que simplemente no merece la pena discutir, y otras en las que sí conviene marcar un límite claro. La clave está en actuar con intención, no desde la reacción.
Educar no es un camino lineal, ni perfecto. Vais a cometer errores, y eso también está bien. Lo importante es que cada día intentéis hacerlo un poco mejor. Y recordad: cada vez que elegís hablar en vez de gritar, respirar en vez de castigar, conectar en vez de imponer, estáis sembrando un modelo de relación que vuestros hijos llevarán consigo toda la vida.