Así es la vida…o no

Hace tiempo que bromeo con algunos pacientes con la idea de colgar en el despacho un cuadro con una sola frase: “así es la vida”. Y es que, curiosamente, parece ser la expresión más repetida por muchas de las personas que acuden a consulta. No importa su edad, su historia personal o sus circunstancias: sin conocerse entre sí, llegan a la misma conclusión verbalizada en esas cuatro palabras.

Podría parecer una coincidencia o una simple curiosidad, pero en realidad no lo es. La frase tiene un trasfondo mucho más profundo de lo que aparenta. No se trata de una mera coletilla heredada de padres, abuelos o adultos que escuchamos en la infancia, ni de un recurso para resumir la forma en que funciona el mundo. “Así es la vida” es, en muchos casos, un reflejo directo de cómo la persona entiende el control que tiene sobre lo que le ocurre.

Cuando alguien utiliza esta expresión, en el fondo está transmitiendo una creencia muy concreta: la de que el control de lo que sucede está siempre fuera de uno mismo, en manos de factores externos, en una vida dura, injusta o inmodificable. Bajo esta mirada, todo lo que me ocurre tiene una explicación que no depende de mí, y por lo tanto, haga lo que haga, nada va a cambiar. La vida es como es, y yo no puedo más que resignarme.

Este modo de pensar esconde un riesgo enorme. Porque si creemos que no tenemos control alguno sobre nuestra vida, tampoco creemos en nuestra capacidad de transformar nada. Nos convertimos en espectadores pasivos de nuestras propias experiencias, en lugar de protagonistas capaces de actuar. Y desde esa pasividad, los problemas no solo permanecen, sino que se perpetúan.

Pensemos en un niño o adolescente con esa mentalidad. Si interioriza que “da igual cuánto me esfuerce, el profesor siempre pondrá un examen imposible” o que “no merece la pena estudiar porque el profe me tiene manía”, ¿qué motivación real puede sentir para esforzarse? Al final, acaba confirmando la profecía: no estudia porque no sirve de nada, suspende, y se reafirma en que tenía razón.

En los adultos ocurre exactamente lo mismo, aunque cambien los escenarios. Una persona con esta atribución externa jamás pondrá límites a su pareja, porque pensará: “¿para qué intentarlo?, si él/ella es así, no va a cambiar”. O en el trabajo: “¿para qué hablar con mi jefe?, siempre ha sido injusto, nunca escuchará”. El resultado es que se mantiene atrapado en relaciones o dinámicas dañinas, porque la única explicación que se permite es que “la vida es así”.

Lo peligroso de esta forma de pensar es que se convierte en un círculo vicioso. La persona no actúa porque cree que no sirve de nada, y como no actúa, las cosas no cambian. Y como las cosas no cambian, se confirma la idea de que tenía razón: “no depende de mí”. Este círculo se alimenta a sí mismo, erosionando poco a poco la confianza, la autoestima y la esperanza.

En consulta, esta perspectiva aparece con mucha frecuencia. No siempre expresada literalmente en esa frase, pero sí en distintas versiones: “es que soy así”, “mi familia siempre ha sido así”, “no hay nada que hacer”. Son formas distintas de anclarse en la impotencia.

Por eso, una parte esencial del trabajo terapéutico es ayudar a los pacientes a recuperar la conciencia de su propio margen de acción. No para negar que existen factores externos incontrolables —porque, por supuesto, la vida está llena de ellos—, sino para resituar el foco en aquello que sí depende de uno mismo: la manera de interpretar, de reaccionar, de buscar alternativas.

Un ejemplo sencillo: no puedo evitar que llueva el día que había planeado una excursión, pero sí puedo elegir entre pasar el día lamentándome en el sofá o improvisar un plan diferente que también me aporte disfrute. Del mismo modo, no puedo cambiar que alguien actúe con injusticia hacia mí, pero sí puedo decidir si callo, si pongo límites, si busco ayuda o si trazo un plan para salir de esa relación.

La felicidad, porque de esto trata la vida en el fondo, depende en gran medida de uno mismo. A veces elegimos enfadarnos o mantenernos en situaciones que sabemos que son dañinas, aunque no sean obligatorias. Vamos a lugares donde no nos sentimos cómodos, aceptamos planes que no nos apetecen o sostenemos relaciones que nos hacen daño, y lo hacemos por inercia, por miedo o por costumbre. En esos casos, somos nosotros mismos quienes vamos colocando piedras en el camino. Ahora bien, sería injusto negar que existen momentos en los que la vida coloca rocas enormes que nadie ha elegido y que resultan muy difíciles de sortear. Pero también es cierto que muchas veces confundimos esas piedras impuestas con otras que, en realidad, hemos ido a buscar sin darnos cuenta. Reconocer esta diferencia es clave. Ser dueños de nuestra vida y responsables de nuestra felicidad es, en definitiva, ser libres.

Así es la vida…o no

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