“Mi hijo no quiere hablar conmigo”, “está todo el día con el móvil”, “se mete en su cuarto y no quiere saber nada de nadie”. Son frases que se escuchan con muchísima frecuencia entre padres. El mensaje que queda en el aire suele ser el mismo: “mi hijo es un desagradecido que no quiere relacionarse conmigo”. Y muchas veces nos quedamos con eso, con la idea de que el problema está en él, en ese niño o adolescente que lo tiene todo, pero “pasa” de todos.
Sinceramente, me parece una visión muy injusta para el hijo. ¿Por qué no nos preguntamos qué hay detrás de esa desconexión?, ¿por qué no quiere hablar con sus padres?, ¿por qué prefiere estar solo en su cuarto antes que compartir tiempo en familia?
La experiencia me dice que muchas veces los padres tendéis a poner el foco en la culpa del niño, cuando en realidad la mayoría de los comportamientos son consecuencia de la relación que se ha ido construyendo en casa. Y ojo: digo la mayoría, no siempre.
Con esto no pretendo culpabilizaros. Seguramente vosotros mismos vivisteis situaciones parecidas con vuestros propios padres y, de forma inconsciente, habéis repetido patrones. Al final, terminamos copiando lo que hemos vivido. Lo que os propongo es deteneros un momento, reflexionar y preguntaros qué estáis haciendo y qué podéis hacer diferente para revertir la situación. Porque la relación con vuestro hijo debería ser una de las mayores prioridades en la vida familiar.
¿Qué pudo pasar antes?
Quizá cuando vuestro hijo era pequeño y no paraba de hablar, como un disco rayado, no le prestasteis la atención que necesitaba. Tal vez estabais cansados, ocupados o simplemente no teníais paciencia, y en más de una ocasión le pedisteis callar. La consecuencia de eso es clara: poco a poco dejó de hablar, porque ¿para qué hacerlo si sentía que no recibía interés o escucha?
Si cada vez que vuestro hijo compartía algo con vosotros respondíais con un sermón, una crítica o un “eso no es así”, la conversación dejaba de ser un espacio de confianza. Cuando el diálogo no se da de manera igualitaria, sino desde una posición de poder, es normal que el niño acabe callando y prefiera no contar nada.
Si en casa se habla a gritos o se reacciona con brusquedad, aunque se justifique diciendo que “tenemos la voz fuerte”, se genera un ambiente hostil. Y en un ambiente hostil, ¿quién va a preferir estar? Los niños necesitan un espacio seguro, no sobreprotector, pero sí tranquilo. Los gritos no lo son.
Si durante la infancia no se les ha permitido explorar, equivocarse o tomar decisiones, si todo lo hacíais por ellos, si los corregíais en exceso o los controlabais en cada paso, crecerán sintiéndose pequeños e inseguros. Y cuando lleguen a la adolescencia, es probable que tampoco quieran pasar tiempo con quienes les recuerdan constantemente esa sensación de incapacidad.
Entonces, ¿qué pueden hacer los padres?
Aquí viene lo importante: no se trata de señalaros, sino de invitaros a hacer autoconciencia y actuar. Porque se puede mejorar, siempre.
Algunas claves prácticas:
- Recuperar la escucha activa: cuando tu hijo hable, para un momento lo que estés haciendo, mírale a los ojos y escucha sin interrumpir ni juzgar. A veces no busca soluciones, solo ser escuchado.
- Validar sus emociones: aunque no entiendas por qué se siente de cierta manera, reconoce su emoción. Un “entiendo que estés enfadado” o “veo que esto te preocupa” abre más puertas que mil consejos.
- Cuidar el tono: habla con respeto, evita los gritos. El ejemplo que das en tu forma de comunicarte marcará cómo él lo hará contigo y con los demás.
- Compartir tiempo sin exigencias: proponed actividades que disfrutéis juntos, aunque sean sencillas: cocinar, ver una serie, pasear. Lo importante es crear recuerdos positivos, no “obligar” a hablar.
- Dar autonomía real: permitid que tome decisiones acordes a su edad, aunque se equivoque. Los errores son parte de su aprendizaje y no una amenaza para vuestra autoridad.
- Revisar vuestros propios patrones: preguntaros qué de vuestra historia personal estáis repitiendo. Si lo veis necesario, pedid ayuda profesional; muchas veces, la terapia ayuda a sanar heridas del pasado que interfieren en la relación presente.
Una oportunidad de cambio
Nadie nace sabiendo ser padre o madre. Todos cometemos errores. La clave está en no quedarse anclados en la culpa, sino en la posibilidad de cambio. Mientras más tiempo pase, más difícil puede resultar, pero nunca es imposible. La relación con vuestro hijo puede mejorar, y mucho, si ponéis voluntad, constancia y cariño.
No se trata de que dejéis de poner límites o de que lo aprobéis todo, sino de transformar la relación en un espacio de confianza, respeto y afecto. Vuestro hijo no es “un desagradecido que pasa de vosotros”: seguramente es un adolescente que necesita sentirse comprendido, seguro y escuchado.
Y esa, precisamente, es la tarea más valiosa de los padres: construir un vínculo que, a pesar de las etapas difíciles, perdure sólido en la vida adulta.