Peligros de la sobreprotección

“Soy tu madre, ¿cómo no me voy a preocupar?”

Esta es una frase que todo niño o niña ha escuchado alguna vez en su vida… o, en muchos casos, demasiadas veces. A primera vista, esta expresión puede parecer una muestra de cariño, de protección, de amor incondicional. Y lo es. Pero también puede tener un efecto inesperado: sembrar en los hijos miedos, inseguridades y una sensación constante de amenaza.

Sí, no me he vuelto loco. Tampoco estoy exagerando. La realidad es que todos los padres y madres del mundo se preocupan, o al menos deberían preocuparse, por sus hijos. ¿Cómo no hacerlo? Son, o deberían ser, lo más importante en sus vidas. He repetido “deberían” porque, tristemente, no siempre es así. La realidad, a veces, es desoladora. Hay familias donde el abandono, la negligencia o la indiferencia sustituyen al amor y al cuidado.

Pero volvamos al otro extremo: los padres sobreprotectores, los que viven en constante estado de alerta. Es completamente normal preocuparse, y cada padre o madre lo hace a su manera. Algunos tienen una actitud más relajada, más confiada; comprenden que, con la edad, los niños deben asumir ciertos riesgos, equivocarse y aprender. Otros, en cambio, anticipan peligros en cada esquina, en cada paso, incluso en los escenarios más inocentes. En muchos casos, estas diferencias tienen raíces profundas: la educación que cada uno recibió, las experiencias de vida, los traumas no resueltos, o incluso la relación que tuvieron con sus propios padres.

Retomando la frase del principio, el problema no es tanto la frase en sí, sino su repetición excesiva y la carga emocional que conlleva. Cuando se transmite de forma constante la idea de que el mundo es un lugar peligroso, los niños comienzan a absorber ese mensaje. Poco a poco, y sin darse cuenta, empiezan a mirar la realidad con desconfianza. Si cada vez que van al colegio, al parque o a una excursión oyen “ten cuidado” en lugar de un “diviértete”, el mensaje implícito que reciben es claro: primero, protégete; luego, si puedes, disfruta.

El problema es que no todo es peligroso. Los niños no son inconscientes ni desean hacerse daño. Y si se caen, se raspan la rodilla o se golpean, no pasa nada. Así es la vida: llena de momentos así. Pretender evitar cualquier sufrimiento es, sencillamente, imposible. Más aún: no es deseable. Porque en esos tropiezos, en esos errores, es donde aprenden. Como padres, no podéis estar siempre ahí para protegerles. Y no deberíais hacerlo. Lo verdaderamente importante es que aprendan a gestionar las dificultades por sí mismos, que desarrollen herramientas emocionales y prácticas para enfrentarse a la vida.

Eso no significa desentenderse. Educar implica acompañar, orientar, estar presentes. La diferencia está en proteger sin asfixiar, en guiar sin controlar, en dar seguridad sin sembrar miedo. Cuando un niño se siente protegido emocionalmente, cuando sabe que sus padres están ahí si algo va mal, se atreve a explorar. Se atreve a probar cosas nuevas, a salir de su zona de confort. Porque sabe que hay una red que lo sostiene, no una jaula que lo limita.

Es fundamental, por tanto, hacer una reflexión personal. Mirar hacia atrás y pensar: ¿qué tipo de educación recibí? ¿Qué miedos me transmitieron? ¿Qué actitudes repito con mis hijos, incluso sin darme cuenta? Muchas veces, reproducimos sin querer lo mismo que criticábamos de pequeños. Lo que más nos molestaba o dolía, termina saliendo de nuestra boca cuando nos convertimos en padres.

Por eso, educar también implica revisarse a uno mismo. A veces, ese proceso requiere ayuda profesional. La terapia puede ser una herramienta clave para sanar heridas, desmontar patrones dañinos y evitar que nuestros hijos carguen con mochilas que no les pertenecen.

Educar no es fácil. Requiere paciencia, amor, autoconocimiento y, sobre todo, humildad. La humildad de reconocer que no lo sabemos todo, que también nos equivocamos, y que estamos aprendiendo a ser padres cada día. Pero si logramos transmitir confianza en lugar de miedo, estaremos sembrando en nuestros hijos la seguridad necesaria para crecer, explorar y vivir plenamente.

Peligros de la sobreprotección

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *