Todos llevamos máscaras. No es una pregunta ni una suposición: es una afirmación rotunda. Cada uno de nosotros, en mayor o menor medida, se oculta tras diferentes máscaras a lo largo del día. No hablo de las máscaras que usamos en Halloween o en Carnaval. Me refiero a esas otras, invisibles pero pesadas, que utilizamos para protegernos, para adaptarnos, para sobrevivir emocionalmente en determinados entornos. Las usamos cuando fingimos estar bien, aunque por dentro estemos rotos, cuando sonreímos, aunque quisiéramos llorar, cuando callamos, aunque necesitemos gritar.
¿Por qué usamos estas máscaras? Generalmente, como un mecanismo de defensa. Nos protegen del juicio ajeno, de preguntas incómodas, del miedo a la desaprobación o al rechazo. Nos defienden de mostrar vulnerabilidad en un mundo que, muchas veces, no está preparado para verla con compasión. Nos escondemos porque tememos que, si mostramos lo que realmente sentimos, nos hagan daño o nos perciban como débiles.
Este fenómeno no es exclusivo de los adultos. En la consulta, lo veo a diario en niños, adolescentes y jóvenes. Algunos solo se colocan la máscara en el colegio, otros en casa. Pero hay quienes la llevan puesta durante todo el día, incapaces de quitársela incluso en los espacios donde deberían sentirse seguros. Y eso genera un gran desgaste emocional.
Lo que todos ellos tienen en común es la desconexión entre lo que sienten y lo que muestran. Esta incongruencia genera confusión, frustración y, en muchos casos, un profundo malestar. Porque no hay nada más doloroso que no poder ser uno mismo, especialmente cuando uno no está bien.
Quiero ilustrarlo con un ejemplo que puede ayudar a entenderlo mejor.
Un adolescente acude a consulta derivado por un caso de acoso escolar. Para él, el colegio se ha convertido en un entorno hostil, un lugar en el que se siente constantemente en peligro. Vive en un estado de alerta permanente, temiendo que en cualquier momento pueda ocurrir algo que lo humille o lo aísle aún más. Mide cada palabra antes de hablar, controla cada gesto, porque tiene miedo de que se rían de él, pero sobre todo teme quedarse solo. Su mente está invadida por pensamientos intrusivos: “¿Qué pensarán de mí?”, “¿Soy lo bastante bueno para estar con ellos?”, “¿Realmente les caigo bien o solo me toleran?”. Estas dudas le acompañan durante todo el día, haciendo que sus horas en el colegio sean una auténtica tortura emocional.
Y, sin embargo, no muestra nada. No permite que los demás vean lo que realmente siente. Cree que, si deja entrever su tristeza o su inseguridad, se convertirá en un blanco aún más fácil para las burlas. Por eso, se pone una máscara. Ríe cuando en realidad querría llorar. Hace bromas cuando lo que necesita es silencio. Busca estar siempre rodeado de gente, aunque en el fondo solo desearía un momento de paz. Nadie a su alrededor sospecha nada. Desde fuera, parece un adolescente más. Pero por dentro, su mundo se está derrumbando en silencio.
Ante esta situación, es común que muchas personas, con la mejor intención, piensen que la solución es “forzar” el ánimo: “Venga, anímate”, “Sal, distráete, verás cómo se te pasa”. Sin embargo, cuando intentamos actuar de forma contraria a cómo nos sentimos, la desconexión emocional se intensifica y el dolor se hace aún más profundo. Fingir bienestar cuando uno se siente mal no ayuda a sanar; al contrario, alimenta la sensación de soledad y de incomprensión.
Y entonces, surge una pregunta frecuente entre madres y padres: ¿cómo es posible que no me haya dado cuenta? ¿Cómo no he sabido ver que mi hijo o hija lo estaba pasando mal?
La respuesta, muchas veces, es que esa máscara que llevan puesta es tan sutil, tan perfectamente construida, que incluso las personas más cercanas no logran ver más allá. Intuís que algo pasa, notáis que están más callados, más irritables o más distantes. Pero no lográis entender la magnitud del malestar porque ellos no lo permiten. Porque siguen cumpliendo con sus rutinas, siguen sacando notas aceptables o siguen haciendo bromas en la mesa. Pero eso no significa que estén bien.
Entonces, ¿qué podéis hacer como madres y padres?
Mucho, pero hay que tener paciencia y tacto. No forzar conversaciones. Esperar el momento adecuado. Estar disponibles, presentes, atentos. Escuchar sin juzgar, sin interrumpir, sin convertir el momento en una ocasión para pasar facturas emocionales.
En consulta he visto muchas veces cómo, cuando por fin un hijo se abre, los padres aprovechan para decir cosas como “¡Ves! ¡Ya te lo decía yo!”, o “¡Si me hubieras hecho caso…!”. Pero ese no es el momento. Ese instante de apertura es valioso y frágil. Si lo juzgáis o lo usáis como una lección, la máscara volverá a colocarse inmediatamente. Porque nadie quiere sentirse vulnerable delante de alguien que lo sermonea.
Lo que realmente necesitan es una mirada cariñosa, una presencia que acoge, una escucha que no interroga. Frases como “Gracias por contármelo”, “Estoy aquí para ti” o simplemente un abrazo, pueden abrir más puertas que cualquier consejo.
En definitiva, todos llevamos máscaras. Pero los niños y adolescentes, sobre todo, necesitan sentir que hay espacios seguros donde pueden quitárselas sin miedo. Como madres y padres, podéis ser ese espacio. Podéis ser el lugar donde no hace falta fingir, donde sentirse vulnerable no es motivo de vergüenza, sino una señal de confianza.
Y eso, aunque no lo parezca, es el primer paso hacia la verdadera sanación.