Muchos padres acuden preocupados porque sus hijos tienen frecuentes episodios de rabietas. Es natural preguntarse por qué ocurren y cómo se pueden manejar mejor.
Las rabietas no surgen por casualidad; su aparición suele deberse a una combinación de tres elementos: la forma en que educamos, el ambiente en casa y las características individuales de cada niño.
La influencia de las pautas educativas
La manera en que interactuamos con nuestros hijos establece patrones que afectan su comportamiento. A veces, sin ser conscientes, reforzamos actitudes que no deseamos ver. Por ejemplo, si tras un berrinche accedemos a una petición que antes habíamos negado, enviamos el mensaje de que insistir mediante el llanto o la rabia es efectivo.
Por eso es tan importante que las normas en casa sean claras y coherentes. Los niños necesitan saber qué pueden esperar de nosotros. Pero más importante aún es ser constantes: una norma que unas veces se cumple y otras no, pierde todo su valor.
Además, los pequeños aprenden principalmente observando. Si pedimos a nuestros hijos que controlen su uso de la tecnología, pero nosotros mismos estamos pegados al teléfono, el mensaje pierde fuerza. La coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos es clave.
No olvidemos tampoco que los niños buscan atención de forma instintiva. Si no la reciben cuando actúan bien, la buscarán a través de comportamientos más desafiantes. Incluso un reproche es, para ellos, una forma de sentirse vistos.
La sobreprotección es otro factor a tener en cuenta. Intentando protegerles de cualquier dificultad, podemos crear niños inseguros, poco autónomos y más propensos a reaccionar con rabietas ante cualquier obstáculo.
El papel del ambiente familiar
La estructura y el clima en casa también tienen un gran impacto. Las rutinas proporcionan estabilidad y ayudan a los niños a anticipar lo que va a suceder, reduciendo así su ansiedad y la necesidad de expresarlo a través de la rabia.
Sin embargo, el estrés de los adultos también se contagia. Cuando llegamos a casa agotados y sin paciencia, somos menos receptivos y esto incrementa los conflictos.
En ocasiones, el sentimiento de culpa por no pasar suficiente tiempo con los hijos lleva a algunos padres a ser más permisivos o a compensar con regalos. Aunque comprensible, esta dinámica puede alimentar actitudes caprichosas, donde los niños esperan obtener lo que quieren de manera inmediata.
Además, cuando la crianza recae en varias figuras (abuelos, cuidadores…), es fácil que surjan diferencias educativas que desconcierten al niño y favorezcan comportamientos inadecuados.
Los celos entre hermanos también son un desencadenante común de las rabietas, generando rivalidad y aumentando la tensión familiar.
El temperamento del niño: un factor individual
Cada niño es único, y su forma de enfrentarse a la frustración juega un papel fundamental. Aquellos que toleran mal la espera, que necesitan gratificación inmediata o que son más impulsivos, son más propensos a las rabietas.
También los niños que tienen dificultades de comunicación o un carácter más fuerte tienden a expresar su frustración de manera más intensa.
Cuando además existe un diagnóstico como TDAH o autismo, estas características pueden amplificarse, haciendo que la gestión emocional sea aún más complicada.
¿Qué podemos hacer?
Comprender de dónde vienen las rabietas es el primer paso para actuar de forma más eficaz. Saber qué aspectos dependen de nosotros y cuáles forman parte del temperamento del niño nos permite diseñar estrategias más realistas y efectivas.
Con paciencia, coherencia y dedicación, es posible ayudar a los niños a gestionar mejor sus emociones y a desarrollar habilidades fundamentales para su vida futura. Sin duda, el esfuerzo merece la pena.